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Consanguinidad hasta Felipe VI
Dos genetistas de Santiago estudian los efectos de la endogamia en los Borbones tras certificar que acabó con los Austrias
La consanguinidad ya era habitual en el Antiguo Egipto(no en vano, Cleopatra era hija de hermanos, y con su hermano se casó), pero al tratarse de personajes que vivieron hace más de 2.000 años tampoco era fácil seguir un rastro fiable. Ese problema no se daba en las dinastías reales de la Edad Moderna, y de ahí surgió en 2009 la idea de Álvarez y Ceballos, que lanzaron como tesis de este último. Inicialmente con la Casa de Austria, en la que los matrimonios entre hermanos, primos y sobrinos eran moneda común. La conclusión fue contundente: la endogamia acabó con la dinastía.
“En la Edad Moderna los efectos ambientales de príncipes y reyes son los mismos, marcados básicamente por la vida en palacio, y el acceso a los datos genealógicos es casi completo, por lo que se pueden trazar decenas de generaciones. Por eso se nos ocurrió que era el terreno perfecto para estudiar el caso”, explica Álvarez. Los resultados de ese trabajo se han ido publicando en la propia tesis de Ceballos y en diferentes artículos, tanto en la prensa internacional, caso del New York Times o The Times, como en revistas especializadas, como el artículo publicado recientemente y con gran repercusión en International Innovation. “Es que nadie se había parado a estudiar los efectos de la consanguinidad en las dinastías reales”, apunta el catedrático.
Y en efecto, la consanguinidad mató a los Austrias, que reinaron en España hasta que Carlos II, El Hechizado, murió joven y sin descendencia, víctima entre muchas otras dolencias de impotencia e infertilidad. Fue, sin lugar a dudas para los genetistas, el efecto de la unión de Felipe IV, su padre, con su sobrina, Mariana de Austria: madre y prima al mismo tiempo del desgraciado rey.
La condición de plebeya de doña Letizia reduce al mínimo los riesgos en la heredera
Carlos II debe su sobrenombre a la atribución a la brujería y a influencias diabólicas de su lamentable figura. El Nuncio del Papa la testimonió así: “Es feo de rostro: tiene el cuello largo, la cara larga y como encorvada hacia arriba; el labio inferior típico de los Austria. No puede enderezar su cuerpo sino cuando camina, a menos de arrimarse a una pared, mesa u otra cosa. Su cuerpo es tan débil como su mente. De vez en cuando da señales de inteligencia, de memoria de cierta vivacidad, pero no ahora; por lo común tiene un aspecto lento e indiferente, torpe e indolente, pareciendo estupefacto. Se puede hacer con él lo que se desee, pues carece de voluntad propia”.
Obviamente, todo eso tenía más que ver con la endogamia que con la brujería. No era nada que no hubieran imaginado los historiadores, solo que ahora se corrobora genéticamente. “La consanguinidad de Carlos II eradel orden del 25%, similar al que tendría un hijo entre hermanos, lo que significa la cuarta parte de su genoma tiene una sección idéntica en un cromosoma y en el homólogo. Si en esa secuencia hay una mutación recesiva, estás fastidiado. Yo desde luego no me casaría con mi prima”, bromea Gonzalo Álvarez. Parece claro esa mutación fue la única brujería dinástica.
Para completar el trabajo de los Austrias, a Álvarez y Ceballos solo les queda un paso, tan sencillo desde la perspectiva científica como complejo desde la burocrática: la prueba del ADN. “Es algo que tenemos en cartera, acceder a la secuencia genética completa de Carlos II. Es muy complicado, pero es una meta a medio plazo”, reconoce Álvarez, que se confiesa apasionado de la historia. A falta de esa prueba, dos enfermedades achacables a mutaciones genéticas recesivas, que necesitan heredarse de los dos progenitores, explicarían los trastornos de Carlos II: un déficit hormonal múltiple de la hipófisis (de la hormona de crecimiento, entre otras) y una acidosis tubular renal, causa de raquitismo.
Gonzalo Álvarez y Francisco Ceballos atribuyen a Carlos II una consanguinidad del 25%
En el conjunto de su estudio, más allá del último de los Austrias, los dos investigadores de laUniversidad de Santiago de Compostela fueron a los efectos. “Analizamos la mortalidad infantil en los descendientes de cada rey hasta los 10 años y observamos una relación directa entre el coeficiente de consanguinidad y la tasa de mortalidad”, relata. De hecho, los testimonios de la época alertaban de la cantidad de abortos y de niños que nacían muertos o morían pronto en la familia mejor cuidada de la España de la época.
Los otros dos grandes campos de sus estudios son el resto de losHabsburgo y los Borbones españoles. “Todavía tenemos que analizarlo en detalle”, apunta el catedrático de genética, reacio a facilitar datos de la casa que aún reina en nuestro país. “En la época en que los Austria reinaban en España, la endogamia borbónica era alta, pero no tanto. Y cuando accedieron al trono se moderó más”. El trabajo se ve dificultado además por la aparición en escena a partir del siglo XIX de la medicina y de los matrimonios con plebeyos.
“Tanto Juan Carlos como Sofía tienen obligatoriamente niveles de consanguinidad, pero no como en los siglos XVI o XVII”, anticipa Álvarez. Y aunque se niega a adelantar porcentajes, parece claro que, solo como el hijo de primos hermanos que es, el del rey recientemente abdicadodebería rondar el 6%. Un porcentaje que, a pesar de su parentesco con la reina madre, bajaría notablemente en su hijo, el actual Felipe VI. González solo se atreve a garantizar un extremo: con la irrupción en la Casa Real de la nieta de un taxista, la heredera doña Leonor puede considerarse a salvo de cualquier hechizo.
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